Cuando la violencia interroga al Estado
La violencia, lo sabemos, tiene múltiples formas y muchas capas. No es solo física, es también simbólica, institucional y estructural
El asesinato de dos funcionarios del Gobierno de la Ciudad de México no es un hecho menor ni un crimen más en la larga lista de homicidios del país. Es un acto que rompe los límites convencionales de la violencia porque va directo al corazón del Estado. No es solo una tragedia humana, sino una señal política y una interpelación brutal al poder.
Los actos violentos no ocurren en el vacío. Se producen en contextos marcados por relaciones de poder, disputas territoriales, arreglos institucionales frágiles y lógicas de impunidad que erosionan la legitimidad del Estado. Cuando la violencia toca directamente a quienes forman parte del aparato gubernamental, el problema deja de ser solo de seguridad pública: se convierte en un síntoma profundo de disfunción institucional.
En el contrato simbólico entre ciudadanía y Estado, hay una promesa implícita: que las instituciones son capaces de garantizar un mínimo de orden, protección y legalidad. El asesinato de funcionarios públicos rompe ese pacto y hace evidente que, en ciertas regiones y circunstancias, el Estado no solo no controla el territorio, sino que tampoco puede garantizar la seguridad de quienes lo representan. La violencia se vuelve entonces una forma de cuestionamiento estructural: ¿quién gobierna realmente?, ¿quién tiene el control?, ¿quién impone el orden?
Lo más preocupante es la respuesta institucional: una mezcla de silencio, desconcierto y declaraciones sin sustento. En lugar de abrir una discusión sobre las condiciones estructurales que dan paso a estas violencias, se reduce el tema a un caso más de procuración de justicia, como si no hubiera un patrón detrás. Sin embargo, es importante recordar que la violencia contra actores estatales no es nueva: la hemos visto en el asesinato de policías, jueces, fiscales, incluso alcaldes y gobernadores. Lo que esto revela no es solo la audacia del crimen organizado, sino la fragilidad del orden democrático.
La violencia, lo sabemos, tiene múltiples formas y muchas capas. No es solo física, es también simbólica, institucional y estructural. Por eso, abordar este tipo de hechos requiere más que reforzar operativos o emitir condenas públicas. Requiere voluntad política y una reforma seria de nuestras instituciones de seguridad y justicia. Requiere, también, repensar el papel del Estado como garante de derechos y como actor legítimo frente a una violencia que lo desborda.
No podemos acostumbrarnos a estos crímenes. No podemos seguir interpretándolos como “hechos aislados”. Porque si la violencia es capaz de silenciar a quienes gobiernan, ¿qué podemos esperar para el resto de la sociedad? En esa pregunta, incómoda y urgente, está contenida una parte del futuro democrático de este país.
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