Al final de cada año siempre nos preocupamos por ¿qué va a pasar, cuál es la incertidumbre del año que viene? En este caso, ¿cuál es el panorama para 2026?
Empiezo a reflexionar con base en indicadores, documentos oficiales y la revisión de analistas profesionales, doctores en el tema. El primer razonamiento es el contexto y las proyecciones oficiales.
El paquete económico del próximo año y los precriterios generales de política económica anticipan un crecimiento del producto interno bruto entre 1.8% y 2.8%. Con una inflación controlada en torno al 3% y una tasa de interés entre el 6 y el 7% y un tipo de cambio promedio entre 19.3 pesos por dólar.
El gasto público se incrementará en 5.9% real, el paquete prioriza los programas sociales, desde luego prioriza infraestructura, pero nos marca un déficit fiscal entre el 4.1% del producto interno bruto y una deuda de 52.3% del producto interno bruto, lo cual refleja una política expansiva con riesgos de sostenibilidad.
La segunda reflexión son los consumos internos. Esperamos que exista una resiliencia apoyada por las transferencias sociales, el empleo formal estable, pero presionado por impuestos saludables que vienen en estos documentos a las bebidas, al tabaco y a los videojuegos, pero no a los licores. Una inversión privada en donde persiste la incertidumbre por los cambios fiscales y las tensiones comerciales, aunque la relocalización industrial ofrece oportunidades en manufactura y en logística.
El mercado laboral se proyecta en una continuidad en la creación de empleo, pero con un riesgo por desaceleración global y menor dinamismo industrial.
La tercera reflexión son los riesgos y las contradicciones. El optimismo oficial frente al consenso internacional, mientras Hacienda prevé hasta 2.8%. Organismos como el Fondo Monetario Internacional, la OCDE, CEPAL, estiman entre 0.8% y 1.4% ese crecimiento, lo que sugiere expectativas poco realistas frente a un entorno a un entorno global incierto.
El endeudamiento y la presión fiscal: la ley de ingresos autoriza una deuda interna récord, 1.78 billones de pesos solamente como pago del servicio de la deuda y en la externa 15 500 millones de dólares como endeudamiento junto con impuestos regresivos que podrían frenar consumo y fomentar la informalidad y ese es uno de los grandes riesgos que seguimos corriendo.
La competitividad estructural persiste en retos en productividad, innovación y seguridad jurídica, factores clave para atraer inversiones extranjeras directas. Es decir, México juega entre dos fuerzas opuestas.
Por un lado, la promesa de un humanismo mexicano con inclusión social, infraestructura y digitalización como motores del bienestar. En la esquina del frente, la sombra de la vulnerabilidad fiscal y global, un déficit elevado, una deuda creciente y tensiones comerciales que amenazan la estabilidad. Entonces, el país avanza por una cuerda floja.
Si logra capitalizar la relocalización industrial, fortalecer instituciones y equilibrar gasto social por inversión productiva puede transformar riesgos en oportunidades, pero si persiste la dependencia de deuda y políticas fiscales regresivas, el crecimiento será frágil y la narrativa del bienestar quedará solamente en retórica.
México lo que necesita es inversión para la creación de empleos, generar riqueza, no disminuirla ni repartir impuestos, sino generar el crecimiento del Estado mexicano a través de recursos que le permitan cumplir con cabalidad, pero también con ética, con honestidad para el servicio de la sociedad mexicana.
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