Una Fosse por las que van de Cartarescu

Agustín Morales

Todo lo que en Fosse parece nebuloso y a la vez transparente

Agustín Morales

Sigo sin entender –qué necesidad– los diacríticos del rumano, sobre todo esa especie de uña, tal vez una tilde circunfleja invertida, sobre las dos aes en Cartarescu, que en checo debe ser el hácek y hace de la cé una ché, pero en el rumano cierra y neutraliza la vocal… Hay tantas cosas de las que nunca nos enteraremos en la vida, aunque sé –un dato inútil– que se le llama ‘caciulita’, lo que se traduciría por ‘sombrerito’.

Me dejo llevar por esta elucubración mía, del todo vana, viendo en la mesilla de noche tres libros que estoy leyendo en simultáneo: ‘El ala derecha. Cegador 3’ de Cartarescu, las ‘Escenas de una infancia’ de Fosse y el ‘Hombre caído’ de Aramburu. Debo decir, mejor, que estaba leyendo, pues hace un par de días terminé el libro de cuentos del vasco que, debo decir, fue un poco decepcionante, pues se ve que el autor de la proclamada ‘Patria’ y de la superior ‘Los vencejos’, es mucho mejor novelista que cuentista.

Si acaso un par de cuentos parecen destacar, uno de ellos, la de un niño al que le crecen los dedos, tanto que en una metamorfosis más monstruosa que la de Gregorio Samsa (a la que estamos ya tan habituados, cosas de la política), termina por convertirse casi todo él en un piano, un piano tan terrorífico como solo puede ser un piano vacío, sin cuerdas, sin música y sin alma. Fuera de eso, un libro para matar ratos perdidos con relatos tan entretenidos como olvidables.

Hablando de ratos perdidos y del necesario, y letal, refugio de la rutina, mientras mi viaje reciente se une a otros precedentes en ese terreno movedizo de la memoria, reorganizo mis horarios, mis obligaciones, mis entretenimientos, mis ratos muertos, mis lecturas, pues cada vez más me convierto en un hombre de muros para adentro.

No es que sea un monje de clausura. Cada mañana salgo con alguna puntualidad y voy al sitio donde me ejercito y en donde socializo todo lo que se me da tal cosa; tres tardes a la semana, atravieso la ciudad y voy a hacer mi pequeña tertulia de radio, donde hablo con tanta gente; llamarme misántropo sería, a todas luces, un exceso y una apreciación injusta.

El resto de mis cosas las hago entre estas cuatro paredes. Aquí tengo donde escribir, un sitio reservado para dar mis clases de la universidad en línea, un ventanal donde asomarme a ver el viejo fresno preñado de escandalosos loros, y leer esto que voy leyendo.

Es larga, como banal, la historia de la manera en que llegué a Fosse y a Cartarescu –como alguna vez llegué a Borges, a Eliot, a Pound, a Bolaño, a Singer, a Bellow o Updike, entre otros tantos–, pero ahora es con ellos que batallo, que dialogo y me enfrasco, que discuto, mientras el mundo se nos cae a trozos.

Una de cal y dos de arena: todo lo que en Fosse parece nebuloso y a la vez transparente, “Asle tiene una hermana casi de su misma edad”, en Cartarescu es delirante y barroco, “enigmática y silenciosa, sombría y oracular como ninguna otra cosa en este mundo”. Ambos tienen, sin embargo, una cosa en común: nos muestran otra manera de ver el mundo: ese mundo que se aplana en las pantallas por donde falsas ventanas nos muestran un horrible presagio de un mañana sin futuro.

Hace un par de días leí, de Cartarescu (en un libro que habla de la caída del sanguinario Ceausescu), una par de frases que para mí constituyen una teleología y un golpe de un brazo de luz: “...sobre la enorme y enigmática prehistoria se extendió la capa de la escritura que simplificó, falsificó y erosionó  todo lo que encontró a su paso (pues la inteligencia del hombre es vacío a los ojos de Dios)...” No acabo de percibir, aunque lo intuyó, su correcto significado. Pero es estremecedor y eso me justifica en estas horas donde el bramido del cielo anuncia al rayo y el rayo a la tormenta.

Me regalo uno del uno, por dos del otro. “hay mucha distancia hasta el suelo. Soy pequeño”, escribe Fosse y uno presiente la caída, pero hay en el corazón de esta frase un pequeño fulgor de felicidad.

En el fondo, de la cocina, llega el eco de un debate de un grupo de súper sabios que discuten sobre los alcances de la Inteligencia Artificial. Debería ir y apagar el televisor, encender la lámpara de pie para seguir leyendo, pues el cielo gris hace de los anocheceres una criatura prematura.

Abur.

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