Laszlo llegó apenas el sábado, a eso de las tres de la tarde. Es un cachorro de nueve semanas de la raza border collie. Es mi primer perro en la vida.
¿Cómo me decidí a traer un perro a casa? Lo primero que puedo decir es que, ahora sí, tengo perro que me ladre, aunque Laszlo no ha ladrado todavía.
Hace muchos años, más de veinte, se me ocurrió que quería un perro. Don David Alonso, qepd, me dijo que él me regalaba uno de su jauría de caza, de la raza beagle, pues ya su edad le impedía salir de montería. Mi comadre Clarita Müller, me dijo que no le parecía que yo pudiera criar un perro y me sugirió un gato. Una novia de aquellos años dijo, terminantemente, que si no me podía cuidar yo solo, no iba a poder cuidar ni un perro, ni un gato. Me regaló una biznaga en una pequeña maceta.
–Solo tienes que regarla una vez al año, a ver si siquiera eso puedes hacer–, me dijo.
La historia acabó mal. Mi comadre, que ya me tenía el gato, se molestó conmigo y en desquite le puso al gato Agustín. La biznaga, obviamente, se me olvidó entre libros y se secó.
Luego vinieron los años domésticos de mi segundo matrimonio, con mi ex mujer favorita que no es precisamente amante de los perros. Mi hijo, alguna vez dijo que quería un perro. Un mal día su padrino Antonio lo llevó a la feria y regresó con un engendro que, aseguraban, era un pollo desplumado, teñido de verde y con unos pulmones de barítono, que llenó la casa de chillidos dos noches, fue regalado a una nana, mujer de rancho, que se lo llevó (y nos libró de esas noches de espanto), lo crió en su casa y, llegado el momento, usó para algún festejo campirano con mole de olla.
Luego vino el pez y el trauma de su súbita muerte: amaneció panza para arriba en su pecera; jamás se volvió a hablar en casa de mascotas.
Hace meses que me debatía entre traer un perro a casa, hasta que el miércoles pasado, saliendo del memorial por los cinco años de la partida de Quique, mi sobrina MariJo, me dijo que había una camada de perros y uno estaba disponible.
Dije que sí, y al instante dije que mejor no. Luego, la recanija escuincla me mandó un video de los perros y allí vi a Laszlo, lo que de todos modos no me acabó de convencer. A ratos pensaba que sí y a ratos que mejor no, que era mucha responsabilidad, que un perro tan inteligente era un reto que no sé si podría asumir.
Hablé con mi hijo, le pedí su opinión y en síntesis me dijo que si me había vuelto loco.
En la noche del viernes, convencido de que la idea no era buena, se me ocurrió, para acompañar un tequilita, tomar del librero ‘El preludio’ de Wordsworth (“!¡Amada libertad! ¿Y de qué sirve/ si no es don que consagra la alegría?”); en algún momento el poeta, le pide a la naturaleza enseñar a “la raza altiva del hombre (...) como dar sin ofender, tomar sin hacer daño”.
Para los que dicen que la poesía no puede cambiar una vida.
Le escribí a MariJo, le dije que sí y el sábado me trajeron a Laszlo; antes de eso, sin saber nada del tema, fui a comprar croquetas, leche, una pequeña cama, un plato de perro (que en realidad es de plástico) y en esas ando, o andaba, porque hoy se llevaron a Laszlo…
Muy temprano timbraron en casa y un hombre, acompañado de una mujer, muy amables ambos, eso sí, lo tomaron, lo metieron a una jaula y se fueron… a desparasitarlo, bañarlo y comenzar con su vacunación; de hecho, para quienes estaban ya con la preocupación, me lo acaban de traer, hecho un maniquí.
Abur.
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