Mi ventana da a Babel

Agustín Morales

Tengo la inmensa suerte de que los vehículos en movimiento me llevan pronto al sueño

Agustín Morales

Parece como de sueño, pero hace dos semanas, estaba pendiente del reloj que marcaba ya las dos de la mañana; a las 4 sonaría la alarma y yo tendría que ducharme, comprobar que todos mis enseres estaban en los dos maletones, bajar al taxi y dirigirme al aeropuerto de Barajas, ya absorbido por Madrid, para comenzar el penoso viaje de regreso. Penoso no por incómodo –de hecho todo salió según el itinerario–, sino porque me daba pesar tener que regresar.

No preparo mis viajes con demasiada antelación; de hecho suelo hacer el equipaje hasta la noche anterior de mi salida, aunque conforme se acerca la fecha de partir va uno contando los días, tratando de zafarse de esa cosa horripilante y adhesiva que es la rutina. Tanto viaje y tanto pesar por los regresos, me ha enseñado que así como pasan lentos los días que faltan para iniciar cada periplo, pronto está uno en el lugar de origen, pues las semanas de viaje acaban siendo un recuerdo, que acaba siendo una ensoñación.

Tengo la inmensa suerte de que los vehículos en movimiento me llevan pronto al sueño, así que las diez, las once, las doce horas que tengo por delante no me causan inquietud. Suele pasar que el mero zumbido de las turbinas de un avión tiene sobre mí efectos hipnóticos y que duermo del tirón mucho más horas de las que suelo dormir en mi cama.

Y de repente estaba ya en Madrid, un sábado al mediodía. Se dio la circunstancia que delante de mí iba un deportista de mucha fama, que al ser descubierto por los pasajeros que aguardaban frente a la banda de entrega de equipaje, fue causa de un pequeño tumulto de los que querían hacerse una fotografía con él. Yo vi venir pronto, afortunadamente, mi enorme maleta negra y mi viejo maletón verde de lona, los tomé y pronto, muy pronto estaba ya en un taxi. El camino es reconocible: Un tramo de la M11, otro de la M30, uno más pequeño  de la A2, María de Molina, José Abascal…

A las tres de la tarde ya estaba comiendo con mi hijo, en la fondita de siempre de Guzmán el Bueno.

De eso ya pasaron casi seis semanas.

Desde entonces y hasta hace dos semanas, distintas habitaciones, distintas ventanas, distintos paisajes sustituían a la ventana frente a la que escribo. Veo el cielo de nubes pesarosas que más tarde romperán aguas, el mecerse de un viejo cedro y el ruido enloquecedor de la banda de cotorras silvestres que desde hace semanas lo adoptó como su refugio.

Aquella primera mañana dominical, mi pequeña habitación de Vallehermoso, en Chamberí, daba a un precioso edificio donde sueño con mudarme algún día, con sus ventanales blancos, sobre un muro color crema; unos días más tarde, las ventanas a ras de piso y el pequeño balconcillo de medio punto, daban a la calle (kalea) Bidebarrieta de Bilbao, y al teatro Arana, con el río Nervión en el fondo y la vieja estación de Abando de fondo.

Me bastaba salir al balcón del apartamento de Jerez de la Frontera, para ver el viejo edificio del Gallo Azul, con sus balcones señoriales y sus letreros luminosos del Fino la Ina y del brandy Fundador; en Sanlúcar de Barrameda, mi habitación tenía una pequeña terraza, con una pequeña mesa de exteriores (y hasta un cenicero: todo un lujo), y una vista que alcanzaba las casitas blancas de Chiclana, la desembocadura del Guadalquivir, las orillas de Doñana y, hasta perderse en la inmensidad, el Atlántico…

Luego Sevilla, luego Espartinas, de nuevo Madrid y… Aunque ya habrá tiempo para contar algo de aquello.

Por lo pronto la última noche que estuve en Sevilla, a unos trescientos metros del río, bajé casi a la medianoche a dar un paseo junto al río, repleto a esas horas de familias, grupos de amigos haciendo botellón, algunos grupos que improvisaban verbenas bajo la luz de la luna y a 30 grados. Pensé que pasaría tiempo, quizá mucho, antes de volver al río, aunque me bastó salir ayer al atardecer de casa, para ver como la calle donde vivo estaba convertida en un pequeño Misisipi de aguas rápidas, turbias, voraces –y seguramente sucias, como es sucia la conciencia de algunos. Sin agraviar, claro.

Abur.

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