Dice la Academia, la real, la de la Lengua, la española, que charro es un adjetivo, lo que no tiene nada de raro; lo que nos resultará extraño es que refiere (en la primera entrada del Diccionario) a “un aldeano de Salamanca”, y no de Salamanca, Guanajuato, sino a Salamanca, la provincia española, sita en Castilla y león (‘La Vieja’), famosa,. entre otras cosas por tener una universidad fundada en 1218, donde estudió el famoso ‘estudiante de Salamanca’ de Espronceda, y en donde fue hechizado el no menos famoso ‘licenciado Vidriera’ (de las Novelas Ejemplares de Cervantes).
Dícese también, siempre según el DRAE, tercera entrada, que algo charro es una cosa “recargada, abigarrada, chillona, barroca…” Solo hasta la cuarta acepción del término un charro se refiere a un jinete mexicano –y por extensión, digo yo, a un líder sindical en este país.
A estos charros, los mexicanos, me voy a referir; y cuando hablo de Salamanca no hablo no de la provincia y ciudad homónimas castellanas, ni a la fea villa guanajuatense (capital del tráfico de hidrocarburos), sino al elegante barrio sito en la Ciudad de Madrid, donde acabo de regresar.
De muchos es sabido que Madrid, aunque ignoro si el citado barrio, es hoy el refugio de dos ínclitos ex presidentes mexicanos; algunos más sabrán que obtuvieron su residencia española gracias a la figura de la ‘visa dorada’, una de las variantes españolas de esa ley universal que reza que con dinero baila el perro.
Aunque la visa dorada ya no existe más –fue desaparecida por el gobierno socialista, en el poder por lo menos lo que resta de esta semana–, la vieja máxima de tanto tienes, tanto vales, ha servido para que este ilustre y elegante barrio, sito en el norte de la capital española se llene de mexicanos, casi todos capitalinos, que ahora hacen que las calles de la barriada (Goya, Velázquez, Serrano), parezcan una sucursal de Polanco –en el supuesto, muy supuesto, de que los millonarios salgan a caminar por Mazaryk.
Los madrileños en general se quejan de la falta de viviendas, de lo carísimo de Madrid que es alquilar (comprar allí ya es sueño de magnate, solo al alcance de un diputado morenista que traigo en la cabeza), y de que la inflación sufrida por la vivienda en general triplique el aumento de salarios de la última década; en el caso específico de esa zona dorada , la queja es que los precios se han disparado a las nubes, pues los mexicanos llegan con carretadas de dinero y van mexicanizando el barrio y expulsando a los naturales.
Camina uno una cuadra de Serrano, entre tiendas de Fendi, Lowe, Ferragamo y Gucci, y los puede uno distinguir a leguas; ellos haciendo cuentas con sus contadores en Naucalpan, hablando por el celular (el móvil), a gritos en las esquinas, con sus camisas Pink y sus sacos Balenciaga de cinco mil euros; ellas, atractivas y elegantes, con una bolsa de Bottega Veneta al hombro, y dos bolsones de compra con el logo de Louis Vuitton, o paseando al chilpayate rubito, acompañados de una sirvienta filipina.
No sé quienes son –mis pulgas y su petate son obviamente de dos categorías–, ni puedo presumir que sus fortunas sean mal habidas, pero son el signo de cómo andan las cosas en este país, a nueve mil kilómetros de distancia del cafecito donde ellos beben un cortado, mientras a gritos hablan de la cena que esa noche tienen con en casa de los Longoria, en Boadilla –una urbanización para millonarios, donde por cierto tenemos un viejo conocido.
Pienso en lo que me cuentan de una personita de estos rumbos que ya prepara la mudanza y ya hasta tiene apartamento (el piso) acondicionado; pienso en ese día en que, el año pasado, se nos ocurrió –un error involuntario– a un restaurante de moda, en dicho barrio, donde todos los comensales hablaban mejicano (así con jota) y donde lo difícil era distinguir qué grupo era de San Jerónimo, quienes de Malinalco o cuáles del viejo Pedregal, o quién había pedido para comer la botella de vino de cuarenta mil pesos.
Y, con perdón, no vamos a echarle la culpa de este asunto a la Cuatro Te.
Y como estamos hablando de charros, de esos que jinetean un Bentley –y el dinero de los demás, supongo–, que tal los charros de Jalisco, afamados por entrones… Tan, tan, tan… tan, tan.
Abur.
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