La corrupción

Otto Granados

Lo que hay que hacer es desmontar los incentivos que motivan la corrupción para reducir los beneficios que genera

Otto Granados

Relato a continuación tres historias ocurridas en esta ciudad. Un hijo que trabajaba junto a su padre esquilmó por meses o por años el negocio familiar y para quedarse con todo maquinó con la madre la manera de declararlo mentalmente incapaz.

En la segunda historia, el empleado de una agencia automotriz le presentó una cotización de servicios a un cliente, pero segundos después ofreció realizarlos por fuera a la mitad del precio en un taller de su propiedad. Y en la tercera, unos pájaros de cuenta montaron una caja de ahorro, ofrecieron tasas mucho más atractivos que las del mercado y luego volaron con el dinero de los ahorradores.

El denominador común de estos casos es que sucedieron entre particulares y son ilustrativos de esa otra vertiente de la corrupción a la que no se le quiere ver la cara, pero existe y en ella participan empresarios, abogados factureros, lavadores de dinero, notarios, banqueros, proveedores de los gobiernos y por supuesto funcionarios públicos.

El lugar común y las generalizaciones absurdas dicen que todo se resolverá con endurecer las penas, pero lo que hay que hacer es desmontar los incentivos que motivan la corrupción para reducir los beneficios que genera y edificar un ambiente colectivo que premie la honestidad. En el mundo empresarial, por ejemplo, las incidencias delictivas parecen ser muy extendidas.

Dos encuestas realizadas por firmas privadas indicaron que en México el fraude corporativo o interno, en general cometido en colusión con proveedores o con clientes, es de los más altos en América Latina. Encontraron que los empleados intermedios son los que más defraudan, seguidos de los cargos inferiores y los altos directivos, pero por valor económico el reparto del botín fue al revés.

El 51% de lo obtenido se lo llevaron los altos ejecutivos, los cuales, por cierto, tienen grados universitarios, lo que ofrece interrogantes relevantes acerca de la educación o de los valores que recibieron en la escuela. El problema es complejo, el problema es muy complejo, y por supuesto se ha agravado en los últimos años. Es decir, en México la ley no es concebida como la referencia suprema a la cual debemos sujetarnos.

Por razones muy variadas, se ha convertido en objeto de interpretación, de negociación o de transacción que se viola o cumple dependiendo de factores externos, pero no porque la comunidad asuma que cumplirla es parte del orden natural de las cosas en un país que funciona.

Por lo que se observa hoy en México y en muchos estados, Aguascalientes entre ellos, parece difícil encontrar a corto plazo una solución integral y sostenible, pero es posible avanzar trabajando en la articulación de un entorno comunitario y educativo, donde la honestidad sea internalizada como algo valioso y el cumplimiento de la ley se ha socializado como algo normal.

En este sentido, los medios, las redes y otros vehículos de comunicación pueden jugar un papel extraordinariamente útil si además de los escándalos ensayan un enfoque alternativo en el tratamiento del problema.

Por ejemplo, en los países que mejor desempeño tienen en la cultura de la legalidad, hay una exclusión social hacia aquellos que han cometido delitos, no solo porque es en sí misma la posición correcta, sino porque los delincuentes se han apropiado de bienes que pertenecían al resto de la comunidad y por lo tanto, no se puede ser indiferente.

En suma, si no se cambia el código de valores de la mayoría de las personas, la corrupción seguirá creciendo y la impunidad de personajes públicos o privados también, por supuesto. Y esta, desde luego, es una muy mala noticia.

 

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