Hay que tener alguna edad para recordar cuando la Feria se desarrollaba en media docente de calles, en torno al Jardín de San Marcos, incluido éste; cuando los autos circulaban por López Mateos y Arturo Pani; cuando los terrenos de la Expoplaza eran un terregal y los de enfrente, donde está la zona de antros (supongo, tengo años que no me paro allí) y el hotel, eran un basurero.
Las feria de mi infancia, y de esto ya pasó medio siglo, así de fácil como se dice, comenzaban en el Codo, donde una refresquera ponía una carpa (dizque un planetario); continuaban en Carranza (antes Carrillo Puerto), donde los Ferronales ponían un enorme stand, con trenes en miniatura; y terminaban en el Jardín, donde, en una calle, creo que Jesús Contreras, se ponía la famosa antojería.
De esta antojería y de la fiesta toda, habla Leduc en sus memorias: cuenta que, destinado como telegrafista del Ejército Carrancista en Zacatecas, un día trajo a otro joven, compañero de filas, a la famosa Feria de San Marcos.
Luego el asunto se fue extendiendo. Primero la exposición ganadera a los terrenos al oriente de donde se construyó la Plaza Monumental; luego a la zona de las Flores, donde se llevaron los famosos tapancos; después hasta… Ya no sé ni dónde acaban, aunque supongo que un día los festejos acabarán en las faldas del Picacho.
Cuento esto desde la lejanía y la memoria. El jueves pasado tuve que ir al sur de la ciudad y tuve la mala idea de bajar por Victoria. Pese a que era media mañana, el trayecto de las últimas dos cuadras de dicha calle, el tramo de Moctezuma y dos o tres cuadras más de Galeana me llevaron cosa de treinta minutos. Eso es lo más cerca que he estado de la zona de los festejos y lo más próximo que pienso estar.
Hace poco menos de un año, a principios de junio, caí en Sevilla donde acababa de terminar su famosa feria de abril, que de nuevo este año se celebra en mayo (abril tiene su prestigio, a pesar de lo que cantó Eliot), y fui testigo de una consulta popular sobre la duración de los festejos. extendidos un par de días desde hace años, los sevillanos se pronunciaron en mayoría por volver a los ocho días originales: desde el segundo domingo posterior a la Semana Santa y hasta el sábado siguiente. Ocho días les bastan y sobran.
Desde hace siglo y medio los festejos sevillanos se celebran en el mismo recinto, el Real de la Feria, donde se instalan unas 600 casetas –unas de acceso público y otras para agrupaciones, a las que se accede solamente por invitación–, los cálculos (que son eso, no delirios megalómanos), hablan de unos 500 mil visitantes. Del serial taurino que empata con los festejos (y comienza desde la Corrida de Resurrección y culmina hasta la feria de San Miguel, ya en septiembre), mejor ni hablamos, porque aquí sí que las consideraciones resultarían odiosas.
Volvamos al título.
Tendría yo doce años y me iba de campamento. Un grupo de amigos de por aquel rumbo, decidimos irnos a acampar un par de días a las faldas del cerro ya mentado, entonces lejano a la pequeña ciudad de finales de los años 80. La salida era a las seis de la mañana en la Privada Bravo, y yo salí unos veinte minutos antes de esa hora de casa, mochila a la espalda, para que del punto de reunión alguien mayor nos trasladara a las orillas de la vieja carretera a Calvillo, entonces bordeada por establos y explotaciones lecheros.
Cruzando frente al Templo de la Merced escuché la música y les vi venir. Delante de un mariachi desentonado, que repetía la misma canción, venían dos parejas, que vi con aprensión, como si se tratara de seres mitológicos: dos sátiros con dos gorgonas. Ellos, de traje, con los sacos arrugados y la corbata colgando de cualquier modo; ellas, de vestido de noche, descalzas, con los tacones en la mano, y con los chongos ya informes. No eran seres del más allá sino cuatro borrachos… Yo entonces les tenía miedo, y mucho, a los borrachos de la calle –quien me diría.
Cantaban, una y otra vez la misma canción (si aquellos berridos pueden considerarse canto), acompañados de violines chillones y trompetas que parecían anunciar un Apocalipsis en miniatura. Me pegué a uno de los muros, temeroso, y con alivio vi que los y las juerguistas ni se enteraron de mi presencia. Apuré el paso.
A mis espaldas seguía el mismo concierto luciferino: “gavilán, gavilán, gavilán…”. Con alivio giré por la antigua calle de Democracia y fui a donde mis amigos, mientras la música se apagaba.
Abur.
-
Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.