El dilema venezolano

Edgar Guerra

¿Estamos ante una guerra contra el narcotráfico o ante un nuevo capítulo de la disputa por el poder en América Latina?

Edgar Guerra

Desde septiembre de 2025, el Caribe venezolano se ha convertido en escenario de una serie de ataques armados ordenados por el gobierno de Donald Trump contra embarcaciones supuestamente vinculadas al narcotráfico. Hasta ahora, son ya al menos cinco los bombardeos reconocidos oficialmente por Estados Unidos, con un saldo de 27 personas muertas. Las imágenes difundidas muestran lanchas destruidas y el mar en llamas. La Casa Blanca afirma que se trata de acciones quirúrgicas para “salvar miles de vidas estadounidenses”. Sin embargo, más allá del discurso moralizador, el trasfondo político y geoestratégico es innegable.

En la superficie, el argumento es simple: una ofensiva antidrogas en aguas internacionales. Pero en la práctica, estas operaciones marcan una militarización sin precedentes de la política antidroga en la región. No hay detenciones ni juicios, solo ejecuciones a distancia. No hay pruebas públicas de que las embarcaciones atacadas transportaran estupefacientes. Lo que sí hay es un lenguaje de guerra: “narcoterrorismo”, “enemigos de la seguridad nacional”, “blancos legítimos”. Con ello, Washington ha transformado lo que debería ser un asunto de justicia y cooperación internacional en un campo de operaciones militares.

Lo más inquietante es que, mientras se bombardean lanchas en el Caribe, Trump ha anunciado que el siguiente paso será “mirar hacia tierra firme”. Esa frase encierra un giro peligroso: pasar de una guerra simbólica contra las drogas a una intervención política sobre el régimen de Maduro. Venezuela, aislada y golpeada por sanciones, se convierte de nuevo en el laboratorio de una vieja estrategia estadounidense: usar la retórica del narcotráfico como justificación moral para ejercer control geopolítico. La historia latinoamericana está llena de ejemplos similares: Panamá en los ochenta, Colombia en los noventa, México en los dos mil.

La frontera entre el combate al crimen y la intervención política se diluye. Cuando un Estado extranjero asume la facultad de atacar unilateralmente objetivos “sospechosos”, se erosiona el principio básico de soberanía. En este sentido, se redefine el espacio regional: el Caribe ya no es un territorio de cooperación, sino una zona gris de excepción, donde la ley internacional se suspende en nombre de la seguridad. Allí donde se pierde la distinción entre justicia y guerra, surge un poder sin límites que decide quién vive y quién muere, sin rendición de cuentas.

Pero hay otra dimensión, igualmente inquietante. Estas acciones reproducen una narrativa global de presunción de culpabilidad, en la que la sospecha basta para legitimar la violencia. Se trata de una lógica profundamente desigual: los muertos son anónimos, los discursos oficiales los convierten en cifras de eficacia. Ninguna institución independiente ha verificado quiénes eran, de dónde venían, ni si tenían realmente vínculos con el narcotráfico. Es la violencia tecnificada de los drones y misiles aplicada al sur global, en nombre del orden.

La dicotomía es clara: ¿estamos ante una guerra contra el narcotráfico o ante un nuevo capítulo de la disputa por el poder en América Latina? La respuesta quizá sea ambas cosas a la vez. En el plano discursivo, Estados Unidos presenta los ataques como parte de su cruzada contra el crimen; en el plano político, refuerza su posición hegemónica en la región. Para Venezuela, la violencia externa refuerza su narrativa de víctima del imperialismo; para Trump, es una demostración de fuerza que resuena en la política interna norteamericana.

En última instancia, lo que está en juego no es solo el control de unas rutas marítimas, sino la definición misma de la soberanía y la justicia en el continente. No hay duda de que el gobierno de Nicolás Maduro es una dictadura que viola sistemáticamente los derechos humanos. Sin embargo, en este contexto las aguas del Caribe se vuelven espejo de una tensión estructural: ¿quién tiene el derecho de usar la fuerza y bajo qué justificación moral? Si la guerra contra el narcotráfico sirve de coartada para anular fronteras y eliminar garantías, lo que se impone no es la ley, sino la excepción permanente.

Por eso, más allá del ruido mediático, los ataques a lanchas en Venezuela deben leerse como un síntoma de época: un retorno de la política imperial envuelta en lenguaje de seguridad. En nombre del combate al crimen, se ensaya una nueva forma de poder extraterritorial. Y si algo nos enseña la historia, es que cada vez que la seguridad se usa como argumento absoluto, la justicia termina por naufragar.

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