El crujir de dientes
Yo vengo de una época donde vivir sin Internet era tan normal como el hecho de que tal invento luciferino no existía
A propósito de los baby boomers, a los que pertenezco, y belicosos e ilustres miembros de la generación Zeta, nativos digitales y otras milongas, aquí es cuando recuerdo que yo vengo de una época donde vivir sin Internet era tan normal como el hecho de que tal invento luciferino no existía.
Que necesitabas hacer una llamada telefónica, pues ibas a tu casa y la hacías; si eso era a otra ciudad, remota o cercana, pues ya sabías que eso costaba una perfecta fortuna y que siempre podría uno buscar hacerla ‘por cobrar’ o por cobro revertido, lo que convertía ese asunto del desembolso en un problema para otro. ¿Una carta? Pues la escribías, la metías en un sobre, ibas a correo, pagabas los timbres y la enviabas –y te encomendabas a todos los santos para que llegara a su destino, diez días o diez meses después.
Los articulistas de los diarios, tenían pequeñas máquinas de escribir portátiles, metían la hoja, tecleaban a buen ritmo sus ideas de lumbrera, y las llevaban al periódico o revista que les publicaba; los más prominentes mandaban a un recadero a llevarlas.
Luego en el mundo pasaron las cosas que pasaron y que no voy a repetir aquí. Los satélites, la telefonía móvil, la Internet, el teletrabajo y, como anillo al dedo, que dijo aquel, la pandemia.
Y luego Ortega y Gasset (metido aquí con calzador para darle nivel a mi tragedia), conmigo y mis circunstancias: dando clases en un sistema en línea, comunicándome con el mundo con esos aparatejos del chamuco, escribiendo artículos académicos que remito por correo, atendiendo mis tutorías en sesiones de videollamada y, como ahora mismo, redactando estas líneas en un ordenador, para luego enviarlas por correo electrónico. Muy a mi pesar, y aquí metemos a Baudelaire, siendo irremediablemente un moderno.
El asunto es que todos estos, y otros muchos asuntos, son posibles por una conexión a la Red (incluído el funcionamiento de la mitad de mis aparatos, entre ellos el televisor), que es una conexión que ahora mismo no tengo.
El asunto es demasiado fútil y hasta común como para pensar que ésta tragedia alcanza las cotas de una Orestiada, digamos, pero el asunto es tan grave, en mi caso y en estos momentos, que podemos pensar en el mismísimo Prometeo encadenado, sobre todo si pensamos que hoy comienzo un nuevo curso, que hoy toca hacer un par de pagos electrónicos y que es lunes de escribir y enviar el artículo que, casi milagrosamente, leerán mañana.
Todo comenzó el sábado cuando iba camino de la radio, cuando un mensaje de mi central de alarmas me mandó un mensaje, uno que entendí cuando a media noche llegué a casa y vi que el reloj de la mesilla (otro artilugio encadenado a la Red), parpadeaba en rojo: he aquí el primer villano de ésta historia: nada menos que la nacionalizada CFE, que a fuerzas de apagones consecutivos (una tarde reciente conté una docena), acabó por reventarme el módem receptor, dejarme incomunicado.
Claro que llamé al servicio donde con gusto le atenderemos, si sucede el milagro de poder comunicarse, donde primero tuve que soportar a un robot (que son malos no porque están dejando sin empleo a los operadores, sino porque no sirven para nada), que afortunadamente luego dio paso a una mujer de carne y hueso, supongo, hasta eso muy amable y perspicaz que descubrió el hilo negro: ustes no tiene servicio, sentenció. La promesa es que de ‘24 –que ya pasaron– a 72 horas, un técnico le visitará para solucionar su problema’.
Claro que tuve que recurrir a soluciones extremas: conectar mis televisores y mi ordenador a la señal de mi teléfono móvil, lo que parecía ser una solución provisional y satisfactoria, hasta que… Hasta que esta madrugada, luego de poner un mensaje de bienvenida a mis nuevos alumnos, me llegó el mensaje de que me había acabado en unas horas mis datos disponibles para un mes y que si gustaba seguir con ese derroche de datos y dinero, podía comprar un paquete adicional que, quiero suponer, me dará para escribir este artículo, enviar el correo correspondiente, y ver el final del juego de la NFL de lunes por la noche. Poca cosa más.
Aquí lo curioso es que la compañía que tiene que solucionarme el problema, es la que me está pegando sablazos a razón de varios cientos de pesos por un puñado de datos. Seguiría con ésta sentida relación de males, pero he de abreviar porque si consumo mi paquete ustedes se quedarán sin su entretenida lectura de mañana.
Abur.
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