Sir Edmund Percival Hillary, entonces un simple escalador Neozelandés, alcanzó la cima del Everest, acompañado del sherpa Tenzing Norgay, un 29 de mayo de 1953. Tras pasar 10 minutos en la cima y completar el descenso al campamento base, una periodista que formaba parte de la expedición, Jan Morris, envió a un corredor, como en tiempos antiguos, a la población de Namche Bazaar, Nepal, sita a 3 mil cuatrocientos y pico metros, desde donde se puso un telegrama a Katmandú. La noticia viajó, por los medios disponibles en esos tiempos, de tal manera que llegó a Londres la noche del primero de junio, justo a tiempo para que se destacara en la portada del Times, la mañana del 2 de junio de ese mismo año, justo el día de la coronación de Isabel II.
Hace unos años, en una tienda de viejo de Londres compré una reproducción facsimilar de aquella edición, con una imagen del Everest en riguroso blanco y negro y dos encabezados: a la izquierda: “Miles guardan la noche en la ruta de la coronación”. “Los lugares fueron tomados con 24 horas de anticipación”; a la derecha: “Everest conquistado”. “Cumbre alcanzada (summit reached”) por el equipo de la expedición británica”.
Tengo otra edición de esas, una del Dallas Morning News del 23 de noviembre de 1963, con el asesinato de Kennedy en portada, aunque eso es otro cuento.
Luego la carroza dorada con Isabel II, y Felipe de Edimburgo, camino de Westminster, donde esperan los nobles, los invitados, los dignatarios y el arzobispo de Canterbury y donde, me imagino, sonaba Zadoc de Haendel, himno de las coronaciones británicas desde la de Jorge II, en 1727.
Obviamente yo de estos asuntos me enteré mucho después. No soy tan viejo como para haber sabido de ambas noticias en su momento –nací más de una década después–, y no fue sino hasta veintitantos años después que supe de la afortunada coincidencia. Hilary fue nombrado sir del Imperio y el Sherpa Tenzing, supuestamente por culpa de Nehrú, solamente recibió la condecoración de la “GM”, la Medalla George y, cuentan, que la coincidencia fue recibida como un augurio de prosperidad para el reinado de Isabel, que ha sido el más largo de la historia de la Gran Bretaña.
Yo supe de tales sucesos el primer o segundo día de mi educación secundaria –que es un decir–, en la que fue mi primera clase de inglés, en un laboratorio sito en la desaparecida secundaria de la UAA, sita junto a la también desaparecida estación de trenes, asuntos y lugares remotos que tuvieron lugar y tiempo en mi desaparecida adolescencia.
No sé porque lo recuerdo tan nítidamente, pero para un niño de rancho grande, en los inmemoriales años aquellos, aquello era una exageración de la modernidad: un salón oscuro con proyector de diapositivas, una cabina anterior, pequeños cubículos con auriculares y un microfonillo integrado, y en la pantalla, la Reina saludando a la plebe y Hillary y Tenzing, como dos imágenes borrosas en medio de un atroz desierto de nieve.
Mi maestra durante esos tres años, fue Raquelito Lozano, de quien supe hace unas semanas que estaba delicada de salud y de cuya partida me enteré el viernes por la mañana, un día después de su deceso, que me causó una profunda pena, pues siempre le recordé con afecto. De vez en cuando nos encontrábamos en alguna reunión y siempre nos saludábamos con aprecio, aunque ya hace mucho que no le veía.
De vez en vez me entero de estas tristes noticias, pues tengo el mejor de los recuerdos de mis maestros de aquellos años vagos, y cada vez que uno parte –no hace mucho el licenciado Edmundo Ramírez–, mi imaginación vuelve a aquel refugio de los años idos, con imágenes que de alguna manera la memoria recompone y vuelve nítidos. Yo ahí, con el rostro infantil, bajito, regordete, batallando en mi interior entre la certeza de que había que ser un buen muchacho y mi inocua pulsión de aquellos tiempos por saltarme, en la medida de lo posible –muy poca–, todas las normas de urbanidad.
Debo decir que, mea culpa, que por ellos no quedó. Fueron todos maestros entregados, comprometidos y empeñados en enseñarnos lo que no se nos pegó la gana aprender.
En su caso, además de aquella añeja relación entre maestra y alumno, nos unía una relación familiar, que fue fácil pues fue una maestra cordial y siempre una mujer de sonrisa fácil. Cuando la veía, muy de vez en vez, me decía que estaba entre mis lectores, cosa que me recordó su sobrino Manolo, cuando me dio la penosa noticia. Noticia que me llevó, como ven, al Londres de la coronación y a la abadía a la que nunca he querido entrar cuando he estado en Londrés -a pesar de que no es poco el reclamo de ver las tumbas de Newton, de Chaucer, de Dickens, de Purcell…–; esto también es otro cuento.
Descanse en paz.
Abur.
-
Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.