Cuando la bala no se ve, pero se rompe todo

Nadine Cortés

El domingo pasado, un comando armado irrumpió en la cabecera municipal de Cosío, Aguascalientes. Hubo disparos, persecuciones, vehículos abandonados

Nadine Cortés

El domingo pasado, alrededor de las cinco de la mañana, un comando armado irrumpió en la cabecera municipal de Cosío, Aguascalientes. Hubo disparos, persecuciones, vehículos abandonados. El secretario de Seguridad del estado salió a declarar, sin titubeos, que no hubo pérdidas humanas que lamentar. Pero no dijo todo. No dijo casi nada.

Porque sí hubo pérdidas. Y no menores.

Ese día, se perdió el sueño, la calma, la posibilidad —por frágil que fuera— de vivir sin miedo.

Veinte minutos de disparos que se vivieron como dos siglos.

Gente con el estómago hecho trizas, rezando con las cuentas del rosario entre los dedos, esperando que ninguna bala atravesara su casa, que ningún niño estuviera cerca de una ventana.

Para muchos, fue la primera vez que sintieron su respiración rebotar contra el suelo.

La primera vez que escucharon el miedo latir desde abajo, pegado al concreto.

Y aunque era abril, el frío caló hasta los huesos. Un frío que no venía del clima, sino del miedo.

Un miedo que también alcanzó a quienes estábamos lejos. Porque no hay distancia que apague la angustia cuando tu gente está bajo fuego.

Cosío es el municipio más al norte de Aguascalientes. Colinda con Zacatecas, y ahí se encuentra la llamada Puerta Norte, custodiada —en teoría— por soldados, Guardia Nacional y Policía Estatal. Una línea de control donde se detiene al campesino que traslada pacas de alfalfa o animales en una camioneta; donde se multa al trabajador cuya licencia venció porque su salario y su tiempo nunca alcanzan.

Esos retenes, implacables con quien menos tiene, fueron los mismos que no tuvieron excusa para no llegar.

Porque esa madrugada, cuando un grupo armado tomó por asalto el pueblo, ninguno acudió. Ninguno respondió a tiempo.

La Policía Municipal, con todas sus carencias, hizo frente como pudo. Los chats familiares explotaron. Cada quien advertía. Cada quien suplicaba cuidado. Quienes estamos lejos, no volvimos a conciliar el sueño.

Y entonces, la pregunta se impone: ¿de qué se trata todo esto?

De un sistema que castiga a los débiles y se arrodilla ante los violentos.

De un poder que pesa sobre los pobres y se desvanece ante los fusiles.

De una seguridad que humilla al campesino y desaparece cuando llegan los verdaderos delincuentes.

Lo sucedido en Cosío no fue un episodio aislado. Fue una herida abierta. Una bala invisible que atraviesa la memoria. La que no perfora muros, pero sí conciencia.

La que convierte cada amanecer en un acto de fe.

Para quienes no conocen la vida en los pueblos, vale recordarlo: en Cosío no siempre hay sábado ni domingo.

La tierra llama incluso en días de descanso. No se trabaja por rutina, se trabaja por necesidad. Por eso, decir que “no hubo pérdidas” no solo es falso: es una afrenta.

Se perdió la paz.

Se perdió el derecho a no temblar.

Mientras tanto, el espectáculo continúa.

Los funcionarios, de todos los niveles y colores, aplauden desde primera fila en conciertos y ferias donde el chocolate y la miel se celebran como trofeos nacionales.

Mientras se presume el dulce aroma de la patria, en los pueblos olvidados se respira pólvora y miedo.

La semana pasada, en el Congreso local, se apresuraron a declarar a la Feria Nacional de San Marcos y a las corridas de toros como patrimonio cultural del estado.

Bajo el lema “Vive Libre”, defendieron con pasión la tradición taurina.

¿Y la gente?

¿Quién declaró su vida patrimonio de algo?

No hemos escuchado a un solo diputado manifestarse por Cosío.

Pero sí los escuchamos a todos gritar que quieren vivir libres.

¿Libres de qué? ¿De quién?

¿Cómo se puede hablar de libertad cuando las calles están tomadas, cuando las piernas tiemblan cada vez que un niño sale a jugar?

A nosotros nos cambiaron todo: los horarios, el humor, la manera de mirar el cielo.

Pero el poder sigue igual.

Fallando como siempre.

Sin vergüenza.

Y tal vez lo más doloroso sea esto: que algo que cambió la vida de un pueblo no signifique nada para un país.

Un país que se despierta cada mañana con las buenas nuevas del olvido.

Un país donde la sangre no escandaliza.

Un país donde ni siquiera el miedo alcanza para ser noticia.

Me hubiese gustado leer sobre Cosío en todos los diarios.

Que alguien exigiera justicia.

Que nos devolvieran la paz.

Que nos voltearan a ver.

Pero quizá eso, ya lo sabemos, es mucho pedir.

Lo insoportable no es que no haya justicia.

Ni siquiera que no haya consuelo.

Lo insoportable es el silencio.

Porque cuando todo esto se ignora —cuando ni siquiera se menciona—, algo en nosotros se rompe.

Y aunque no se vea, también eso es una pérdida.

Porque a Cosío no lo sostiene el Estado.

Lo sostiene su gente.

Porque solo nos tenemos a nosotros.

Porque siempre fuimos nosotros.

Y porque, aunque todo falle, siempre seremos nosotros.

Cosío no se rinde.

 

Las ideas aquí expresadas pertenecen solo a su autor, binoticias.com las incluye en apoyo a la libertad de expresión.

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