25N: Los símbolos no mueren
Persisten porque representan decisiones que no pudieron ser anuladas
Hay violencias visibles y violencias silenciosas. Unas actúan sobre el cuerpo; otras actúan sobre la percepción. Las dos buscan lo mismo: neutralizar a quien incomoda. Pero ninguna logra borrar lo esencial: los símbolos no mueren.
En 1960, las hermanas Mirabal fueron asesinadas por un régimen que no toleraba la autonomía de una mujer. No representaban una amenaza militar. Representaban algo más profundo: la capacidad de pensar, cuestionar y sostener una convicción propia en un entorno que exigía obediencia.
La respuesta del poder fue intentar desaparecerlas físicamente. Pero la desaparición física no elimina el significado. El sentido permanece. La memoria permanece. Y lo que queda en la conciencia colectiva no puede borrarse.
Hoy, la violencia adopta otras formas. No siempre intenta eliminar cuerpos; a veces elimina reconocimiento. Muchas mujeres desaparecen mientras están vivas y presentes: desaparecen cuando su experiencia se relativiza, cuando su voz se interpreta como exceso, cuando su claridad se lee como incomodidad, cuando su presencia se evalúa antes que su contenido.
Esa desaparición simbólica es persistente. No surge de la maldad explícita, sino de patrones que nadie cuestiona. Patrones que se sostienen por costumbre:
Dudar primero de su voz,
Exigir prudencia cuando lo que hay es claridad,
Minimizar aportaciones que se dan por supuestas,
Interpretar firmeza como confrontación,
Tratar su inteligencia como amenaza.
No se requiere un régimen autoritario para silenciar a una mujer; basta un entorno que no ha revisado sus propios reflejos.
El punto no es buscar culpables. El punto es ver lo que sigue operando sin que nadie lo nombre.
La pregunta relevante es simple y directa: ¿qué se sigue repitiendo, aunque creemos que ya lo superamos? ¿Qué hábitos continúan funcionando como si nada hubiera cambiado? ¿Qué estigmas se mantienen intactos, solo con otro vocabulario?.
Las Mirabal enfrentaron la desaparición física. Hoy, muchas mujeres enfrentan desapariciones más sutiles: cuando su trabajo no se reconoce, cuando su opinión se minimiza, cuando su presencia se considera prescindible.
Es otra forma de violencia. Una que no destruye cuerpos, pero sí espacios. Una que no quita vidas, pero quita participación. Una que no mata, pero anula.
En el fondo, todo esto habla de una distancia respecto a lo esencial: la capacidad de ver al otro como real, de reconocerlo sin filtros heredados, de escucharlo sin prejuicios sobre su legitimidad.
Porque cuando una sociedad deja de ver a una mujer, está repitiendo -en otra escala, con otro lenguaje- la misma lógica que alguna vez justificó violencias más abiertas.
Y, aun así, algo permanece: las decisiones. Lo único que atraviesa el tiempo no es la fuerza ni el cargo ni la coyuntura: son los actos que se sostienen con integridad.
Por eso el 25 de noviembre no es solo memoria del pasado. Es una evaluación del presente. Un momento para reconocer que la desaparición física dejó de ser la única herramienta; que hoy existen mecanismos más sutiles, más aceptables, más funcionales, pero igual de lesivos.
Los símbolos no mueren. Persisten porque representan decisiones que no pudieron ser anuladas. Y una sociedad empieza a cambiar cuando es capaz de ver lo que antes pasaba desapercibido.
Porque lo que realmente transforma una estructura no es el discurso. Es la consciencia que nace cuando dejamos de repetir lo que ya no debería seguir vigente.
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